Es Sant Jordi en Barcelona y hoy es un día señalado, por vez primera, mi hijo de cuatro años sale a la calle, a conocer el mundo.
Mi niño, Alex, ha pasado sus primeros cuatro años de vida en el Hospital de Sant Pau de Barcelona batallando contra un tumor alojado en su pequeña cabecita. Estamos a punto de salir por la puerta grande, como los toreros victoriosos, por el portal que en su día erigió el maestro Gaudí.
Alex aferra su manita a la mía y su cuerpecito todavía débil se parapeta tras el mío. Los dos, al unísono y por un momento, contenemos la respiración. Noto sus pulsaciones que golpean las mías, a través de su tenso y suave contacto. Se abre el portón y un rayo de sol inunda el espacio y baña nuestros cuerpos; mi niño, mi valiente guerrero, desafía la luz de esta primaveral mañana de abril con su lento avance mientras restriega con su manita los ojos, tratando de aclimatar su vista a lo que se le presenta, de igual manera que lo hizo con la enfermedad, con una mirada desafiante y serena.
Me estremezco al observarle, es como si hubiera esperado este momento los 365 días de cada uno de sus cuatro añitos. Demasiado tiempo para un chiquillo que se come la vida con la vista, con la mirada sedienta de mundo. Con su manita me frena. Entiendo lo que pasa por su cabeza: lo que contempla le gusta, pero también le asusta; no entiende esa contradicción que le atenaza.
—Vamos Alex, comámonos el mundo —le susurro al oído como si le contase un secreto especial, solo para él—.
Mi niño de ojos de miel, grandes y hermosos como dos globos terráqueos, asiente con su mirada dulce aunque ya de una serenidad adulta.
—Mami, mami, quiero ir en bus —me grita y jadea a la vez.
Esta, no es una petición que me venga de nuevo. Un día con su vocecita tierna y algo desgarrada me expreso un secreto: “Mami, de mayor quiero ser autobusero para poder viajar gratis por la ciudad”.
—Claro, cariño, de mayor serás lo que tú quieras —le respondí con la sonrisa contenida en mi mirada risueña.
No lo pensé dos veces y nos subimos al 45 que recorre el centro de la ciudad, se pierde por sus calles más céntricas y viaja hasta el puerto donde arriba el mar.
Alex, con su cabecita desnuda y blanca como una nube de algodón, eligió su asiento junto a una ventana, detrás del chofer, para no perderse nada de su primer viaje, para vigilar las maniobras de su primer maestro. Su expresión contenida de alegría, de inquietud, de curiosidad, de asombro, lo decía todo. “Si hijo, es Barcelona; si mi amor, hay mucha gente en las calles; si cariño, son rosas, y libros, ¿por qué? Porque hoy es Sant Jordi».
—¿Te gusta lo que ves?
De pronto, dejó de hablar por los codos, de hacer preguntas sin ton ni son, comentarios infantiles que tenía en vilo a los presentes que viajaban como nosotros en aquel autobús moderno y reluciente.
El silencio se masticaba en el aire, mi felicidad y la de mi niño también. Alex me confirmó con un ademán de su cabecita que aquello le estaba gustando, que era feliz. Una lágrima resbaló por mi mejilla, pero esta vez no era un lamento, fruto del sufrimiento, de la tristeza, sino de emoción contenida, de placidez. Era la primera vez que sentía la felicidad dibujada en el rostro de mi hijo.
Cogí a Alex en mis brazos para ceder mi asiento a una señora que se defendía con una muleta. Le estreché suavemente al tiempo que aspiré el aroma a bebé que desprendía su cuerpecito. Ya no olía a medicinas, ni a enfermedad, ni a orines, volvía a ser mi bebé. Mi hijo sabía a excitación, a alegría, a niño, a vida…
De pronto, Alex dejó de mirar hacia la ventana para concentrar su mirada primero en la muleta y acto seguido en el rostro de la anciana. Serio, circunspecto, le inquirió: “¿Le duele?”. Una pregunta que él conocía muy bien, que en tantas ocasiones le habían formulado las enfermeras, los médicos, la familia, los amiguitos que había conocido en la planta de Oncología infantil. La mujer, con una sonrisa le contestó: “Ahora, ya no”. Alex le regaló como respuesta una sonrisa dulce, plácida, serena y finalmente dijo: “A mí, tampoco”, como si aquella señora tuviera que saber a ciencia cierta lo que le había ocurrido en su corta existencia de vida.
Alex continuó extraviando su mirada radiante a través de la ventana, recorriendo a la velocidad del bus el paisaje cambiante que se asomaba ante él. De cuando en cuando soltaba un gritito, una exclamación que sonaba a gloria entre todos los que allí le rodeábamos.
—Mami, mami, ¿volveremos mañana a viajar en el bus? —manifestó excitado, con el aliento contenido.
—Si, cariño, todas las veces que tú quieras —le contesté con el orgullo de su madre.
Y seguimos recorriendo con el bus número 45 toda la ciudad hasta la última parada, para que mi hijito siguiera merendándose el mundo en su primer día de vida.