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Antonio

Antonio es el protagonista de un mini relato entrañable sobre la vejez y la enfermedad, que obtuvo el Primer Premio en el I Concurso Literario Relato Breve Enfermos Parkinson Astorga 2004.

Rígido. Inerme. Mi cuerpo es un palo tieso anclado sobre la acera. Tiemblo. Mis extremidades clavadas al asfalto, como si un gigantesco imán me engullera desde las mismas entrañas de la tierra. Me balanceo ligeramente hacia delante, quiero avanzar, cruzar la calle, pero mi cerebro no responde a las demandas de los miembros enclenques de mi tronco.

El semáforo está verde. Podría cruzar, si bien mis sesos me lo impiden. A mi lado, una pandilla de adolescentes juega entre sí a esquivar tortazos y puntapiés. Me van a tirar, seguro que ni me han visto y, si han notado mi presencia, ni se inmutan. Me acabarán empujando hacia los coches, que esperan ansiosos para traspasar la línea de cruce de peatones. Un inútil menos, seguro que este pensamiento está pasando por la mente retorcida de alguno de estos mequetrefes. La manada se lanza, como osado kamikaze, a atravesar la avenida atestada de vehículos que se pitan entre sí sin tregua.

El disco parpadea, pasa de verde a naranja y de naranja a bermellón en un santiamén. Permanezco en mi sitio como un aplicado alumno de preescolar, pero mi tórax, que báscula de norte a sur, no se somete a las órdenes y se rebela impávido a la corriente humana que va y viene en pequeñas oleadas. Terminarán por arrojarme al asfalto como una maloliente colilla, pisando mi presencia.

Mi mano derecha agarra el bastón con fuerza. Odio este inútil cayado que entorpece mis movimientos. La mano temblequea lenta, pero inexorable, ajena a mi rigidez.

Ya me lo decía mi señora. María. Una mujer de agárrate-y-no-te-menees. La puedo oír quejosa: «Ya te lo decía yo, Antonio, que no salgas sin haber tomado la medicina, que no estás para tanto trote…».

El medicamento, ¿dónde está?, ¿el comprimido? Juraría que tenía uno en el bolsillo de la chaqueta. De qué sirve pensar donde lo tengo, si mis músculos no reaccionan. De todas formas, no recuerdo la última vez que me lo tomé, ¿me tocará ya la siguiente toma?

Mi hija Luisa, mi enfermera, mi mentora, me riñe siempre mientras me recuerda, como una penitencia, que una vez tuve que pasar tres semanas en aquel hospicio de perturbados, porque tenía alucinaciones. Dice que abusé de las tomas de Sinemet; claro, con cuatro tomas diarias, como no me iba yo a liar. Yo no estoy tan seguro de que desvaríe con los ruidos. Lo cierto es que me tienen harto los vecinos de arriba con su tam-tam nocturno, y con las dichosas pataletas de los mocosos del piso de abajo.

Mi Luisa me responde siempre con lo mismo: «Que son imaginaciones tuyas; que de madrugada ningún crío patalea; que no puedes ir cada día, de piso en piso, a quejarte sin tener pruebas…». Que ella no oye nada; que ya estoy otra vez con mis manías…

Un individuo, encorbatado y con maletín, me observa de reojo. Siento con todo el peso, su mirada fija llena de conmiseración, meditando la decisión de ofrecer su ayuda solidaria a un viejo inválido. Yo sigo en mis trece, sin moverme. Y, aunque hace un frío húmedo que cala los huesos, una película de sudor aún más fría se impregna en mi ajada epidermis. No consigo escupir una sola palabra que me auxilie.

El ejecutivo se decide a ayudarme a pasar la calle. Ahora o nunca, parece manifestar. Pues no sé si podré. Idiota, que eres un idiota Antonio. Estás acabado, ni Sinemet, ni remedios caseros, ni nada de nada. Acabado. Lo próximo será ver a mi señora empujando una silla de ruedas con un anciano entumecido, sumido en su propio mundo de inutilidad. Ahora sería el momento de avanzar, quedarme en medio del tráfico y que un camión pasara por encima de mí. Sería tan fácil. Sería tan poco doloroso…

El hombre trajeado sigue en su intento de hacerme avanzar. Le miro con impotencia, sin pestañear, con el cabreo contenido en mi corazón, que se agita como un poseso. Quiero gritar, pero nada sale de mi interior, sino un suspiro ronco y vacío.

El hombre trajeado comienza a mirarme con cara de pocos amigos; sospecho lo que piensa, lo que muchos imaginan, que soy pasto de las drogas. ¡Qué más quisiera! Al menos podría tener viajecitos más placenteros. Ni eso. El medicamento (¿dónde está la pastilla, joder?).

El tipo se impacienta: «Vamos, hombre, que yo le ayudo…», insiste casi empujándome. Qué listo. Pues lo tiene claro el jodido, de aquí no me sacan ni con sacacorchos. Y no es que no quiera, es que no puedo. El tembleque es cada vez más palpable.

Mi mujer ya me lo decía, «… que ya no estás para muchos meneos, Antoñito». Como detesto cuando me llama Antoñito, con ese rin-tin-tín agudo que enfatiza con arrogancia, como queriéndome ganar la partida. Lo quiera o no voy a tener que ceder algún día a sus consejos, aunque es mucho aguantar a dos hembras bajo el mismo techo. Yo soy de otra pasta y de otra era, cuando las mujeres obedecían sin chistar las órdenes del varón de la casa.

—¡Antonio!, ¡Antoñito! ¡¿Qué haces ahí parao hombre?! —me grita esa voz de pito que tan bien reconozco, desde el otro lado de la calle.

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Es la voz imperante de mi señora. Por una vez, me siento feliz de tenerla cerca y no es que no la quiera, pero mira que a veces se pone pesadita la pobre… Ahora la tengo frente a mí, a dos pasos. Con sus dos manazas coge mi rostro achuchándomelo dos y tres veces. Me va a dejar seco con tanto estrujón. Introduce una pastilla, la deseada tableta, en mi boca que tiembla tal que una babosa.

Al joven del traje le oigo respirar por primera vez, expeliendo un largo y contenido suspiro, al tiempo que le entrega mi brazo a mi señora.

—He intentado hacerle cruzar la calle, pero no he podido, me tengo que ir —se disculpa el amigo con una voz tan queda que apenas se le escucha.

—No se preocupe joven —señala María—, le pasa siempre, es este maldito Parkinson que no le deja vivir.

Al pobre hombre, que ya hacía ademán de salvar en tres pasos la avenida, se le blanquea el rostro de culpabilidad. Claro, seguro que por su mente corrió lo peor sobre mi estado: «que si soy un drogata, que si seguramente le doy a la botella…». A ver, si yo lo entiendo, yo en su caso pensaría igual.

De pronto, mis piernas comienzan a acelerarse sin poder hacer nada por evitarlo. Mis pies acometen sus primeros pasos, mecánicos, acelerados, cortos, cortitos.

—Antoñito para, que no te has despedido de este buen señor —Mi señora sigue como bien puede mi apresurado trote.

Y como yo no puedo hacer con mi cuerpo lo que me viene en gana, mi brazo, bastón en alto, se hace cargo y saluda agradecido al tipo en cuestión. Ante tan gráfico saludo, la circulación frena en seco y un taxi con el anuncio de “libre” en su luna de cristal se para frente a nosotros.

—Adiós amigo —responde el joven trajeado, con una palmada en la espalda, perdiéndose raudo entre el gentío.

Le sonrío a mi señora con la mirada dulce del vencido.

—Venga María, vamos a dar un paseíto por la ciudad.

A veces, pocas veces, ser un viejo inválido tiene sus ventajas.

 

 

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