“Aquel que mira hacia fuera, sueña. Aquel que mira dentro, despierta”
(Carl Jung)
Todo blanco, inmensamente blanco. Mi piel blanca, mi habitación blanca, la ciudad, la nieve, todo blanco. El futuro blanco. Se tenía que acabar el blanco, tenía que huir de mi prisión…
Ai fijó un instante su mirada afilada y un tanto melancólica en una de las baldosas verdes y blancas de la Casa Vicens de Antonio Gaudí, en la calle de las Carolinas de Barcelona y, por un momento, volvió a Tokio, cuando hace solo un año en su vida no había nada más que la oscuridad de la penumbra…
Los padres de Ai murieron trágicamente cuando apenas ella tenía cinco años. Pero Ai ya estaba acostumbrada desde mucho antes a vivir sola, esperando dormida la llegada de sus progenitores; de bien pequeña había aprendido a hacer las cosas por sí misma, a jugar sola con la única compañía de sus juguetes. La muerte de sus padres no cambió mucho las cosas; al contrario, se había habituado a sobrevivir sin la ayuda de nadie: Iba sola a la escuela y, cada noche, una tía lejana, el único lazo familiar que ella conocía en Tokio, le llevaba la compra semanal cuando ella ya dormía. No la quería ver, no la necesitaba, no la quería.
Durante aquellos años, Ai miraba las fotografías y después leía ávidamente los libros de edificios que su padre arquitecto había coleccionado a centenares. La ausencia dolorosa de su progenitor y el amor por el arte colorista del Modernismo catalán la llevaron a seguir los pasos de su padre. Quizás algún día abandonaría su iceberg blanco y encontraría un mundo de otro color…
Desde entonces, quizás hará ya tres o cuatro años, comenzó a sufrir de hikimori o síndrome del aislamiento. Aquel día decidió dejar de salir al exterior, en todo caso únicamente de noche, cuando las sombras invaden las calles, pasean con ella y le hacen compañía. Fue el mismo día que se graduó en la escuela y fue el día que decidió que estudiaría desde casa, conectada a la realidad virtual del ordenador. No sentía el deseo de hablar con nadie, de tener sexo esporádico con cualquier adolescente; estaba harta de la retórica de los adultos, de la docilidad y de la obediencia, del tatamae o eso que la gente espera de un individuo en Japón.
Hacía tiempo que Ai había perdido el honne, los sentimientos sinceros, los auténticos deseos. ¿Dónde se habían quedado? Quizá nunca los había tenido, quizá los había olvidado o puede que nunca los hubiese aprendido… No sabía lo que era querer, desear a alguien, pero no sufría y eso era lo peor de todo…
Ai vuelve a la realidad cuando los turistas japoneses le solicitan información sobre la valla de hierro forjado de la Casa Vicens. Se mueve con gestos lentos, medidos, asintiendo ligeramente con la cabeza mientras les explica que la fachada del edificio se inspira en el arte islámico y japonés. Un instante fugaz y seguidamente los turistas pierden la cabeza jugando con sus maquinitas digitales. Ai observa las aristas de la fachada y se encuentra de frente una vez más con sus sentimientos y la pequeña línea de sus ojos se ilumina.
Y un día llegó la esperanza, en una mañana en que la luz del sol deslumbra hasta las sombras más rebeldes. Un momento insoportable para mis afligidos ojos, ciegos de expectativas, secos de lágrimas…
Y llegó el día que Ai tuvo que salir de su refugio, tenía que presentarse en la universidad, si quería que le aprobasen el proyecto final de carrera. La joven hizo una reverencia al jurado e inició su presentación a dos hombres y una mujer sin ninguna expresión en sus rostros. Estaban también presentes un grupo de estudiantes a los que nunca se dio oportunidad de conocer. Hablaba tranquila, sin revelar sentimiento alguno. Solo quería compartir sus conocimientos, que la escuchasen atentamente, que no la juzgasen por su apariencia frágil, casi cadavérica.
Al acabar la prueba, un joven se aproximó a ella, era occidental, alto y de gran envergadura. Se sintió intimidada porque él la sonreía abiertamente. ¿Quién era aquel individuo que la miraba sin perder detalle? Sin embargo, de pronto, sintió un impulso nunca vivido hasta ahora, se sentía atraída por aquella mirada intensa que se clavaba en la suya sin reparo…
—El día de la muerte de sus padres fue el último día de vida de Ai —se lamentaba Juan conmovido viendo la realidad de la su amada Ai—. Un buen día, llegó de la escuela, se encerró en su habitación y decidió no salir más —Juan se maldecía una vez y otra—. Encerrada a cal y canto en su habitación, convertida en un ser vacío de significado, con las necesidades más básicas, el ordenador y la televisión como compañía. No es necesario decir que ella vivía su propia ficción. Se negaba a vivir, porque consideraba que el mundo no le aportaba nada de positivo y pasaba por encima de lo que seguramente hubiesen querido sus padres, su tía, sus amigos.
Ai no se da cuenta de que siempre importamos a alguien, probablemente más de lo que podamos llegar a imaginar. Negarse a vivir es fácil, en cambio, salir fuera y luchar es un reto lleno de obstáculos que te hace sentir vivo. Habitar en una caja de vidrio aislada de la realidad, existir solo y ya está, no es vivir, es fracasar.
Bajo las sábanas con el delicado cuerpo de Ai rozando el suyo, Juan sentía una tristeza que le torturaba sin piedad y aquel sufrimiento se iba mezclando con la visión de la joven nipona dentro de una jaula de cristal, encerrada como un bello ruiseñor; la pulsión de la autodestrucción, sin ganas de vivir ni de compartir…
Una mañana, Juan llamó a la puerta de Ai, la observó por un instante cazando la sonrisa delicada y lenta de su amada y sacó de su bolsillo del abrigo dos billetes de ida para Barcelona.
—Quiero que vivas otra vida, una realidad de muchos colores.
La bella nipona dudó, temblaba como un flan casero. Eso no se lo esperaba. ¿Qué debía decir? ¿Qué debía responder? Desde niña había acariciado el sueño de este viaje. Juan le pidió con sus dedos posándose sobre los labios de Ai que no dijese nada.
La joven meditó largamente la propuesta de su amado durante varias noches y finalmente le respondió con un sí en su mirada. Necesitaba abandonar su universo blanco y helado.
Ai sonríe tímidamente mientras mira hacia un edificio que no es la Casa Vicens. Observa una ventana donde se aprecia la sombra de un hombre hablando delante de un grupo de alumnos sentados en silencio. Mientras tanto, un grupo de turistas japoneses observa a la guía con curiosidad. Ai no puede evitar su sonrisa bobalicona cuando mira al hombre de la ventana, el mismo joven de la universidad de Tokio, Juan, su liberador, aquel que le descubrió los colores del mundo. La piel blanca como la nieve de su rostro se vuelve grana y sus ojos acuosos; esta euforia mal contenida delata su estado de ánimo.
La bella nipona añora aquellos días en la escuela aprendiendo la lengua de Juan, sus miradas de complicidad contenida, los deberes corregidos bajo las sábanas, la misma lengua para entender la genialidad de Gaudí que ella ama en exceso.
Ai sonríe. La vida ya no es soledad blanca, ya no se siente morir cada día un poco más. Ahora el mundo es un arcoíris intenso y vivo.
—Ai, vuelve —le susurra Juan cada vez que ve la sombra de Tokio emerger de los ojos negros de su amada.